Lo que un buen aceite de oliva aporta a la anchoa es mucho; dulcifica sus carnes amplificando su registro en nariz y paladar, le añade suavidad a su consistencia, e incita a ejercitar el deleite de la “sucaeta”.
Pero, seamos sinceros, modifica en gran medida la esencia del producto. Pierde cierto calado, un tipo de autenticidad que solo el salazón en seco es capaz de transmitir… Notas y armónicos marinos se ven alterados.
Por eso los elaboradores más puristas envasan sus anchoas con aceites muy neutros, que sólo actúan como de líquido de gobierno. Al llegar a casa y abrir la lata, ya es cuestión de cada cual, ejercitar una de estas opciones:
– Degustarlas tan y como uno se las encuentra.
– Retirar el aceite refinado y añadirles un buen AOVE.
– Retirar el aceite refinando y con un papel de cocina secarlas en la medida de lo posible.
Todo esto, siempre y cuando se tenga entre manos una anchoa de costera, con la limpieza y maduración correctas. Si no es así, ya nos podemos afanar, que de ninguna de las tres maneras obtendremos satisfacción.